La sombra del éxito


4 de febrero de 2013

La palabra éxito se transformó en el siglo XX en un concepto mágico. Reemplazó a la manida palabra que orientó la centuria anterior y que hasta el gran Hegel se ocupó de ella: el progreso. Basta  que se diga de alguien que es persona de éxito para que todos vean en él un halo de divinidad que asombra. Para cultivarlo y dar a conocer sus secretos muchos hicieron de su significado el sentido de sus profesiones y sobre la materia abundan libros, documentales, seminarios y conferencias. No faltan los que piensan que conocen de él todos sus secretos y, como los antiguos sofistas de Atenas, cobran altas sumas por revelar y explicar sus arcanos. En consecuencia, hagamos, para no caer en espejismos, un análisis lacónico, pero objetivo.
La observación personal y la lectura de muchas biografías enseñan que el éxito no depende de una inteligencia despierta, de especiales talentos o de una educación y entrenamiento adecuados. Ni siquiera el trabajo duro y la buena fortuna pueden asegurar que se llegue al último peldaño de la escalera donde brilla el éxito. Si nos asomamos a la ventana veremos que el mundo está atiborrado de personas inteligentes, preparadas intelectualmente y que han intentado de uno a mil proyectos, pero que irremediablemente siempre cosechan los frutos adversos. La gran mayoría pasan toda su vida trabajando de sol a sol para no dejar como herencia sino pesares y ruinas. En el mejor de los casos consiguen un empleo y a fuerza de rutinas se pensionan para pasar a vegetar y esperar el final del partido. Pero la historia que siempre destaca lo extraordinario de los seres humanos no se fija en ellos porque son individuos anónimos, desapercibidos y ordinarios.
Si miramos a nuestro alrededor veremos que algunos han contado con un golpe de suerte, pero al final no lo supieron aprovechar y volvieron a su estado natural que es el fracaso donde la escasez es manifiesta y su voz son lamentos. Otros no han necesitado de la bendición del azar porque de sus familias heredaron cuantiosas fortunas que en pocos años despilfarraron y terminaron en la calle.
De los ejemplos anteriores podemos ir sacando algunas conclusiones y nuevas visiones del fenómeno que analizamos. Por más que nos esforcemos,  al menos en teoría, no lograremos establecer las características y diferencias entre el éxito y el fracaso. No hay quien pueda afirmar que jamás ha tenido derrotas y que toda la senda transitada ha sido una alameda de triunfos. Aunque antagónicos los conceptos, sus diferencias suelen ser muy sutiles.
Aquellos que en su ignorancia han sido llevados al dogmatismo del éxito aseguran que sí existen marcadas diferencias y que seguramente quienes lo consiguen es porque son privilegiados por alguna divinidad  que les revela todos los secretos.
Pero la realidad se opone a la creencia de que alguien tenga como tesoros esas fórmulas que garantizan alcanzar los beneficios del triunfo. Más que probable es seguro que usted conozca personas que sin mayor educación y sin haber heredado fortunas se elevan a los niveles de prosperidad que otorga el éxito.
Lo que sí es cierto, y se puede evidenciar en los hechos, es que a esos estadios llegan los que aprenden y practican un conjunto de hábitos, que como indica la palabra repiten todos los días, sin apartarse del ideal que los guía.
Son verdaderos atletas que saben que la copa espera a los que saben asimilar derrotas y conseguir triunfos, pero que al mirar la tabla de los resultados son más las victorias que los fracasos. Ellos saben que de nada sirven triunfos parciales u ocasionales. Es indispensable desarrollar el hábito de triunfar porque el éxito exige sumar muchos días, semanas y años de entusiasmo y duro trabajo por alcanzar lo que se anhela. Sin goles no hay aplausos y copas, así se juegue de la mejor manera. Ya lo dije años atrás en Secretos de los triunfadores: “El esfuerzo constante es la sombra del éxito.”   
                        

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