Sobre nuestra manera de
amar
9 de febrero de 2013
Mientras
más reflexiono sobre nuestra manera de amar, mayor es el número de
consecuencias, que el de causas, que extraigo de la experiencia ajena y propia. Hay muchos que desperdician sus vidas
anticipando decepciones, traiciones y desconfianzas. Pero no fue así cuando
éramos jóvenes inexpertos en el arte de amar. En aquellos tiempos nos abrimos a
los demás como la violeta que no teme al viento ni a la lluvia sino que está
dispuesta a entregar toda su belleza a quien la sepa admirar.
Todas
las personas que se acercaban a golpear la puerta de nuestro corazón las
mirábamos con ojos diáfanos y puros y no veíamos en ellas malas intenciones.
Tal vez fueron nuestros padres los que nos alertaban sobre los peligros de ir
por la vida tan confiados. Pero hoy sé sin temor a equivocarme que es una
injusticia afirmar categóricamente que el sendero del amor está maldito y que
en él sólo peligros y traiciones nos aguardan.
La
anterior me recuerda los paisajes de ese cuento llamado La Estación. Es la
historia de un mítico tren que viaja hacia el futuro sobre una carrilera tan
bien diseñada que no hay el menor riego de que se descarrile. Sus pasajeros,
que en la metáfora somos nosotros, experimentamos la seguridad de que al girar
en la próxima curva llegaremos a la gran estación que pondrá término al feliz
viaje y donde hallaremos la felicidad total. Allí todo es rojo, es pasión, es vida
alegre. Las gentes que esperan nos recibirán con música, agitación de banderas,
con vítores. Así nos darán la bienvenida a la fiesta inolvidable y llena de
colores a la cual nos invitaron. Allí todos nuestros sueños se harán realidad y
nuestro único gesto será el de la sonrisa.
Pero
ese es un cuento lleno de fantasía, no es la realidad, me dirán. Por mi parte
le diré que tienen toda la razón. Sin embargo, a veces en conveniente crear
fantasías para alegrar el camino que nos correspondió transitar. ¿Acaso podemos
olvidar que la vida a cada rato nos enfrenta a situaciones y personas que nos
obligan a cerrar no sólo el corazón sino que nos dejan en el alma heridas difíciles
de curar y de olvidar? ¿Cuántas veces no hemos tenido que cerrar los labios
herméticamente, huir con rapidez y secar las lágrimas lejos de la persona que
las causó?
Sin embargo,
el amor verdadero y el compromiso vital nos dicen que la desconfianza y el odio
no son las mejores maneras de responder a las ingratitudes humanas. Su código se
resume en que el perdón es la gran manifestación del amor. Por eso el Padre que
siempre nos ama envió a su Hijo Jesucristo a morir en la Cruz y por su
sacrificio perdonarnos todas nuestras iniquidades. Es su ejemplo el que nos
llena de gozo en cada amanecer. Saber que hay alguien a quien de verdad
importamos. Y que el Mandamiento del Amor resume toda su voluntad.
Ahora
es a nosotros a los que nos corresponde escoger la mejor manera de vivir. Odiar
o perdonar. Si deseamos la seguridad y la felicidad no podemos ir por el mundo
exhibiendo el escudo del temor y la espada de la desconfianza. El perdón nos
libera de la ira y la decepción. El perdón no deja que las aldabas del corazón
se oxiden y que digamos que no vale la pena darnos otra oportunidad. Tal vez ayer
no acertamos al elegir pero el amor siempre será mejor motivo para vivir que el
odio y el resentimiento acumulados. No cerremos el corazón, pero seamos más
cuidadosos y no nos precipitemos en los brazos equivocados la próxima vez.
Tengamos
siempre presente como principio de vida que nuestra capacidad y disposición de
amar procede de nuestro ser interior. Así mismo, enamorémonos de la persona, no
de su belleza o de su sexo.
El amor
es la forma más elevada de nuestra reserva espiritual y sólo en el amor nos
realizamos como seres humanos. El instinto desea el cuerpo pero el espíritu clama
por la felicidad del otro en la ofrenda generosa e incondicional.
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