Yo por aquí, Dios por allá.





En estos tiempos de reduccionismo y superficialidad, reflexionar sobre la religión o sobre Dios es tarea de orates y fanáticos. Opuestos en su demencia  mantienen como fundamento el aceptar una ilusión, según pregonan los ateos. Pero tampoco resulta fácil negar a un conjunto numeroso de seres humanos que cultivan la fe como gran virtud y que rotulamos como creyentes.
Los mismos altercados y divisiones se han presentado en el pasado como en la época presente. Podríamos hacer un gran volumen con aforismos y anécdotas sobre el tema, pero para no contrariar la tendencia actual bastan estos pocos ejemplos. 
Cicerón, en su libro De natura Deorum, cuenta que el tirano de Siracusa, Hierón, solicitó al vate Simónides de Ceos que le explicara la naturaleza y atributos de Dios. Ante la petición, el poeta, a su vez suplicó, se le concediera al menos un día. Al vencer el plazo aumentó la solicitud a dos y luego a cuatro y así extendió tanto el tiempo que Hierón exigió una explicación razonable que lo librara del estupor en que se hallaba ante los continuos aplazamientos. Simónides se limitó a contestar que entre más meditaba la temática propuesta más oscura la encontraba. 
Baudelaire, en Journaux Intimes, expresa: “Aunque Dios no existiese, la religión seguiría siendo sagrada y divina, Dios es el único ser que no necesita existir para reinar.”
Hoy, la presunción y la falsa seguridad que dan los adelantos científicos y tecnológicos condujeron al ser humano hacia sociedades desprovistas de Dios y entregadas solamente a la contemplación de la vida material.
A esto se suma, para perder la fe, que algunos de los pastores protagonizan tales escándalos con sus conductas e ideas equivocadas que muchos prefieren andar alejados del rebaño para no compartir la vergüenza e incoherencia de su respectiva religión.
Son pocos los que desde su corazón pueden decir que sienten la necesidad de Dios. Ya no se repara en la utilidad que la religión tiene para ensanchar, fortalecer y dar sentido a la existencia humana.
La fe impulsa al ser humano hacia una dimensión que supera la materialidad y la angustia presente para mostrarle la esencia de la promesa inmortal. En ella se descubre la imperiosa necesidad de aplacar el hambre de Dios que se  hereda en la leche materna. No hay pueblo ni cultura que no lo haya manifestado demostrando así que la dimensión espiritual es tan indispensable a la naturaleza humana como la social.      
Abolido del mundo de las ideas la concepción del más allá, al ser humano no le queda otra dimensión que la de la simple apariencia sin ningún contenido de esperanza. Sin Dios la vida del hombre finaliza en la extinción extrema y el absurdo infinito.
Dios no necesita a la humanidad para reinar pero la humanidad si necesita de Dios para tener un horizonte de perfección y esperanza que la motive a ser mejor.
Sin Dios la vida del hombre cae más fácilmente de la cuerda floja hacia el abismo y al no sentir su amor los sentimientos humanos pierden su altruismo para quedar reducidos a codicia y lujuria como las más sobresalientes formas del egoísmo. Sin Dios no hay victoria sobre la muerte y sin Dios no hay fuerza que lo gobierne todo sino caos que confunda y arruine la belleza de la creación. Sin Dios no hay eternidad sino apelmazada nada que todo lo consume.
Por eso los grandes cerebros de la humanidad siempre han recurrido a Dios bien sea como causa del universo, fundamento de su fe o razón de su existencia.
El gran secreto de Mauricio Maeterlinck así lo testimonia: “No busquéis en los espacios inaccesibles; el Dios de que estáis ansiosos se esconde en vosotros mismos y en vosotros debéis descubrirlo.”        
     

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