La alegría es el vestido del alma

 11 de febrero de 2013

La historia humana es una dura y penosa lucha por alcanzar la felicidad individual y colectiva. Todos los seres humanos deseamos ser felices. Pero la realidad de la vida nos confunde y nos la hace aparecer como un espejismo. Cuando la buscamos no la hallamos y cuando la hallamos se nos escapa de nuestras manos como si fuera una gota de agua a la que no podemos retener.

Somos cual atletas que aspiramos ganar la maratón pero desconocemos la ruta y el punto de llegada. Ante ella estamos como entre un laberinto similar al de Minotauro. Creemos que se encuentra entre los placeres y al entregarnos a ellos nos descorazonamos al comprobar que nos dejan sólo hastío y si fuimos desenfrenados, enfermedades y arrepentimientos. El tiempo nos convence de que  los placeres satisfacen al cuerpo y lo tranquilizan por un rato.

Mas no se puede decir que los placeres sean malos mientras no se tomen como único fin y mientras se saboreen sin el afán de la gula y la ansiedad de la envidia.

Tampoco se debe pasar por alto que la sed y hambre de placeres es constante y que entre más bebemos y comemos de esa exuberante mesa que el mundo ofrece, el espíritu entristece como si el condimento de ellos fuera un mortal veneno.  

Sin embargo, advertimos que todo nuestro ser tiende a la felicidad. Es la ley de gravitación vital de nuestros cuerpos y almas. Estamos hechos para la felicidad y no como estadio pasajero sino como meta eterna que nos llama. Es como si alguien hubiera sembrado en nosotros esa semilla cuyo crecimiento no podemos impedir. Y si fue Dios quien la sembró, seguramente espera abundante cosecha.

¿Pero cómo crecer, florecer y dar frutos en un mundo que a cada paso muestra que la felicidad es ave esquiva que no podemos cazar? ¿Debemos, entonces, rendirnos?

Jamás podremos crecer en ambientes hostiles donde no se valore el trabajo, no se aplauda el esfuerzo y no se encuentre una mano abierta y generosa que alivie la carga. Es imposible florecer donde no se ha desarrollado la escucha y la palabra del humilde sea tan importante como la del magnate. Y no se recogerán frutos donde el egoísmo y la envidia aumenten los sufrimientos, pruebas y dificultades de la vida.

El primer fruto de esa búsqueda de la felicidad es la alegría. Ésta comienza en el instante en que dejamos de buscar nuestra felicidad para indagar cómo podemos hacer felices a los demás.

El drama humano es sentir las limitaciones propias e impotentes rendirnos para no hacer nada frente a la necesidad ajena. No es posible hallar la felicidad en la indiferencia  o en los malos hábitos y actitudes egoístas.

Sólo en el corazón generoso es posible que brote la alegría. Al brotar en lo recóndito del ser, en los labios aparecerá la sonrisa para los otros. Por eso debemos aprender a ser solidarios y a sonreír. Debemos ir por el mundo sembrando alegría y sonriendo a todo aquel que se cruce en nuestro camino si de verdad deseamos ser felices.

La alegría florece en la cúspide de la entrega sin condiciones, pero para llegar a ella debemos renunciar a nuestros placeres y comodidades. La cosecha se recogerá cuando con verdadera fe en Dios seamos capaces de pedir a Él las fuerzas necesarias para servir con amor a los olvidados de la tierra. Al comenzar a trabajar por los demás sin reparar en fatigas y obstáculos la abundancia del corazón será un manantial de felicidad que bañará a todos. Así comprenderemos que en la armonía y paz del mundo hallamos la alegría que es el vestido que mejor se ajusta a las formas del alma humana mientras está de paso por este suelo sembrado de rosas y abrojos.
 
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