La alegría es el vestido
del alma

Somos cual
atletas que aspiramos ganar la maratón pero desconocemos la ruta y el punto de
llegada. Ante ella estamos como entre un laberinto similar al de Minotauro. Creemos
que se encuentra entre los placeres y al entregarnos a ellos nos descorazonamos
al comprobar que nos dejan sólo hastío y si fuimos desenfrenados, enfermedades
y arrepentimientos. El tiempo nos convence de que los placeres satisfacen al cuerpo y lo
tranquilizan por un rato.
Mas no
se puede decir que los placeres sean malos mientras no se tomen como único fin
y mientras se saboreen sin el afán de la gula y la ansiedad de la envidia.
Tampoco
se debe pasar por alto que la sed y hambre de placeres es constante y que entre
más bebemos y comemos de esa exuberante mesa que el mundo ofrece, el espíritu
entristece como si el condimento de ellos fuera un mortal veneno.
Sin
embargo, advertimos que todo nuestro ser tiende a la felicidad. Es la ley de
gravitación vital de nuestros cuerpos y almas. Estamos hechos para la felicidad
y no como estadio pasajero sino como meta eterna que nos llama. Es como si
alguien hubiera sembrado en nosotros esa semilla cuyo crecimiento no podemos impedir.
Y si fue Dios quien la sembró, seguramente espera abundante cosecha.
¿Pero cómo
crecer, florecer y dar frutos en un mundo que a cada paso muestra que la felicidad
es ave esquiva que no podemos cazar? ¿Debemos, entonces, rendirnos?
Jamás podremos
crecer en ambientes hostiles donde no se valore el trabajo, no se aplauda el
esfuerzo y no se encuentre una mano abierta y generosa que alivie la carga. Es
imposible florecer donde no se ha desarrollado la escucha y la palabra del
humilde sea tan importante como la del magnate. Y no se recogerán frutos donde
el egoísmo y la envidia aumenten los sufrimientos, pruebas y dificultades de la
vida.
El
primer fruto de esa búsqueda de la felicidad es la alegría. Ésta comienza en el
instante en que dejamos de buscar nuestra felicidad para indagar cómo podemos
hacer felices a los demás.
El drama
humano es sentir las limitaciones propias e impotentes rendirnos para no hacer
nada frente a la necesidad ajena. No es posible hallar la felicidad en la indiferencia
o en los malos hábitos y actitudes egoístas.
Sólo en
el corazón generoso es posible que brote la alegría. Al brotar en lo recóndito
del ser, en los labios aparecerá la sonrisa para los otros. Por eso debemos aprender
a ser solidarios y a sonreír. Debemos ir por el mundo sembrando alegría y
sonriendo a todo aquel que se cruce en nuestro camino si de verdad deseamos ser
felices.
La
alegría florece en la cúspide de la entrega sin condiciones, pero para llegar a
ella debemos renunciar a nuestros placeres y comodidades. La cosecha se recogerá
cuando con verdadera fe en Dios seamos capaces de pedir a Él las fuerzas
necesarias para servir con amor a los olvidados de la tierra. Al comenzar a
trabajar por los demás sin reparar en fatigas y obstáculos la abundancia del corazón
será un manantial de felicidad que bañará a todos. Así comprenderemos que en la
armonía y paz del mundo hallamos la alegría que es el vestido que mejor se ajusta
a las formas del alma humana mientras está de paso por este suelo sembrado de
rosas y abrojos.
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