Retrato de un aeda
Allí en la Nicaragua de Cardenal y de Sandino
nació
un poeta más alto que el Olimpo donde reina Zeus
y
que él paseó en los días de su juventud de abrojos
cuando
buscaba entre las hojas de los árboles
vocablos
de lirósforos sonidos de la fuente.
Era
el mensajero de esas tierras de ninfas y rapsodas
que
Afrodita en orgía verde alimentó con versos de espuma y cielo.
Su
plumaje blanco de cisne opacó la brisa de los lagos
donde
voces palmípedas extendían sus alas de ensueño.
Sus
ojos taciturnos de fecundas lágrimas se extraviaron
en
los paisajes de dos siglos que lo contemplaron soñar
en
los jardines primaverales de su poesía sinfónica.
En
su cabeza los laureles que sembró la gloria
no
pudieron arrebatar su candidez de niño triste
que
lo siguió como lazarillo por el mundo.
Guardaba
en el ánfora los números
que
Pitágoras cinceló con lámparas
sobre
las olas de la isla de Samos.
En
los recodos y bifurcaciones de su talento
la
poesía encontró meandros mágicos
donde
bailó enternecida por la música.
En
su arpa de letras de diamante y céfiro
los
papiros de Alejandría resurgieron de la ceniza
para
volar hacia las cúspides de azules odas.
Era
un peregrino que trajo en sus palabras
el
sabor de las mieles de las abejas de Delfos
y
enseñó a cantar preces con olor de incienso
en
las basílicas de cantos gregorianos.
Este
poeta enamorado de Beatriz, como Virgilio,
fue
un viajero que bebió la aridez de la soledad
en
follajes profanos de perpetuo invierno.
Hace
un siglo voló este cisne lleno de belleza
a
los lagos del misterio y del silencio eterno
para
vivir entre los arpegios de los querubines.
Seguramente
estará hablando con Homero
de
las alboradas en Itaca
ante
el asombro de las sirenas de las islas.
Año 2016 Centenario de la muerte del poeta.
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